06 Jul
Cada graduado de la Universidad Adventista del Plata (UAP) ha necesitado dedicar una importante cuota de esfuerzo, dedicación y perseverancia a la culminación exitosa de su carrera. Algunos de ellos, además, se sobrepusieron a las más diversas limitaciones. Tal vez pocas de estas vivencias han impactado tanto como la de Rubén A. Gyöker, quien ha contado su propia historia de superación personal en un libro titulado A pesar de todo, ¡se puede!, del año 2007.
Las limitaciones de Rubén no eran intelectuales o espirituales, sino físicas y materiales. Su padre, José Gyöker, era hijo de inmigrantes húngaros dedicados al cultivo del algodón en las tierras calientes del Chaco y su madre Catalina Osorio provenía del interior agreste de Misiones. Rubén nació cuando su familia vivía en condiciones muy precarias en una colonia del Paraguay llamada Federico Chávez. Era el sexto hijo de siete hermanos y nació con parálisis cerebral infantil, lo que condicionó toda su vida futura.
En los años que siguieron los Gyöker habrían de peregrinar de un lugar a otro en busca de ayuda para Rubén. Su madre, particularmente, parecía nunca darse por vencida. Fueron primero al Sanatorio Adventista de Hohenau, luego al Brasil y después a un hospital de la ciudad de Encarnación. Cuando Rubén tenía cinco años fue trasladado a una institución dedicada a niños con problemas neurológicos de la ciudad de Buenos Aires. Sin embargo, los progresos no llegaban. El siguiente destino fue Villa Libertad, cerca de Leandro N. Alem, Misiones, donde pasó momentos alegres con la familia y los vecinos amigables. Su única manera de moverse de un lado a otro en ese tiempo era rodando o cargado en brazos, hasta un día dichoso en que la Sociedad de Beneficencia Dorcas le regaló su primera silla de ruedas hecha en el taller del Instituto Juan Bautista Alberdi (IJBA, hoy Instituto Superior Adventista de Misiones). La fabricaron de hierro con asiento de madera, dos ruedas de bicicleta adelante y una más pequeña atrás. A los seis años de edad, la vida le cambió para bien.
Mientras tanto, el papá había buscado una salida laboral en Asunción del Paraguay y regresó para buscar parte de la familia. La situación financiera no había mejorado mucho, como dice Rubén: «…así fui aprendiendo que en la vida hay que contentarse con lo que se tiene, no con lo que se quiere”. Volvieron a buscar ayuda en el Sanatorio Adventista de Asunción, de nuevo sin resultados. Entonces la mamá decidió regresar a Misiones para apoyar la educación de sus hijos en una institución adventista, sin la compañía de su esposo. Las penurias económicas continuaron y se agravaron por la falta de apoyo paterno y por la artritis reumatoide que limitaba a la mamá».
El deambular de Rubén continuó, unos meses con su padre en Asunción, otros con un hermano en Oberá, Misiones, para radicarse por varios años en Oasis, Misiones. Sus tratamientos continuaron en Posadas, con resultados nulos, lo mismo que otras dos visitas a instituciones de Buenos Aires. Sin embargo, algo insospechado ocurrió en Oasis, gracias a la intervención del pastor Aníbal Pittau, quien envió fotos a Alemania y promovió la apertura de una cuenta bancaria en favor de Rubén. Recibió como resultado una cómoda silla de ruedas impulsada a batería y dinero suficiente para comprar una casa en Libertador San Martín, en las cercanías del Colegio Adventista del Plata, hoy Universidad.
Arraigarse en un nuevo lugar nunca es fácil, por eso Rubén valoró tanto la cercanía de algunos estudiantes que llegaron a ser sus amigos. De Misiones conocía a Enrique Wolhein y Milton Hein. Otros fueron llegando de a poco: Daniel Baranow, Rubén Barceló, Jaime Meléndez, Pedro Robles, Pablo Claverie, Alberto Fernández y Miguel López. En Libertador San Martín hubo otras personas que se cruzaron en la vida de Rubén y le resultaron de bendición. El médico traumatólogo Raúl Schneider, del Sanatorio Adventista del Plata, lo operó para que sus piernas no estuvieran cruzadas; y el recordado pastor Juan Tabuenca se transformó en una inspiración y en un verdadero mentor.
El sueño de recuperarse totalmente y volver a caminar no se cumplió, sin embargo, Rubén sabe que las mejores promesas de Dios siguen vigentes. Dice: «Sé que mientras espero ese día Él proveerá todo lo que necesite para ser feliz y para colaborar con la causa de la predicación del Evangelio desde mi silla de ruedas».
Interesa aquí reseñar el camino que transitó Rubén, con la ayuda de su madre y de sus hermanos, para hacerse de una buena educación. ¡Lo que no había hecho su madre para que sus siete hijos se educaran en el IJBA! Ella misma había logrado una excepción de parte del pastor Egil Wensell, director del colegio, para que sus hijos pudieran trabajar y estudiar en la institución sin vivir en el internado. Fue allí en el IJBA donde Rubén Gyöker, a los diez años, fue a la escuela por primera vez. La directora, Sra. Irene H. de Gerometta, y su bondadosa maestra Gladis de Álvarez acompañaron ese proceso de integración al mundo escolar. Allí todo era nuevo e interesante, tal como Rubén lo evoca: “Para mí la escuela fue una ventana abierta a la vida”. Tampoco faltaba algún buen compañero que empujara su silla hasta el parque durante los recreos. Después de algunas interrupciones, Rubén regresó a la escuela en Oasis a los doce años para hacer el segundo grado. En ese paraje selvático de Misiones hubo momentos buenos y otros de desaliento. Lo cierto es que a los diecisiete años completó le escuela primaria.
Pero Rubén no estaba dispuesto a detenerse. ¡Él quería estudiar teología en el Colegio Adventista del Plata! Con una casa en Libertador San Martín, el sueño creció. A lo largo de dos años y medio cursó el bachillerato libre para adultos en el Colegio Nacional de Diamante. En marzo de 1984 rindió con éxito las primeras materias y cada dos o tres meses presentaba nuevos exámenes. El pastor Juan Tabuenca lo llevó a rendir su última materia y a la salida elevó al cielo una fervorosa oración de gratitud. Rubén había dejado su testimonio ante los profesores que lo había examinado y aprobado.
Con la ayuda de sus amigos se inscribió para estudiar teología y comenzó el nuevo desafío académico. A partir de 1987, una nueva silla le permitió ir solo a clases. En ese tiempo emprendió la aventura misionera de preparar personas para el bautismo y realizar otras actividades, en aplicación de los nuevos conocimientos adquiridos. Las carencias financieras, siempre presentes, fueron suplidas por sus hermanos o por gente bondadosa que nunca faltó. Así llegó el día en que Rubén Gyöker obtuvo el título de Bachillerato Superior en Teología. Su clase de graduandos eligió el lema «Cristo, úsame en tu servicio». Para la ceremonia Rubén lució la toga acostumbrada y recibió la visita de sus hermanos. Una fotografía de esa ocasión emotiva lo muestra con lágrimas en los ojos.
Es verdad lo que Rubén dice en el epílogo de su autobiografía: “Los seres humanos tendemos a dejarnos llevar por la corriente y a bajar los brazos con resignación cuando las circunstancias nos son adversas”. Rubén podría haberse rendido mucho antes de alcanzar su meta académica y misional. Después de todo, venía de una familia numerosa y pobre, con un padre ausente y una madre enferma. A esa madre luchadora Rubén le dedica el éxito. «La fe en las providencias de Dios y la comprensión del valor de la educación fueron los pilares que ella construyó con firmeza en nuestros corazones». La UAP seguramente continuará graduando jóvenes, con muchas o pocas limitaciones, que se atrevan a hacer lo mismo, es decir, a confiar en la dirección del cielo y a creer en el valor de la educación cristiana.